Ayer, dos
comentaristas a los cuales les voy a perdonar el nombre, revivieron la vieja y
estúpida discusión, si los grandes futbolistas nacían o se hacían; ¡idiotas! –grite desde el sofá-, es obvio que nacen, nunca nadie ha tenido
noticias de un futbolista que no haya nacido. Por ejemplo, yo.
Comencé a jugar en el vientre de mi madre, no recuerdo muy bien, pero ella asegura haber sentido mi poderoso chanfle de izquierda dentro de su vientre. Después, cometí el peor pecado que puede cometer un ser humano, nací. Aunque tiene sus ventajas haber nacido, porque cuando no se nace hay muy poca movilidad, y tanto en la vida, como futbolísticamente hablando, esto es muy contraproducente.
A mis seis años era ya una estrella, y no había nada más importante en mi vida que el futbol. Cada vez que sonaba el timbre del receso salía corriendo más rápido que Usain Bolt, y como buen ignorante empecé de portero. No me importaba que me rompieran la cara de una patada, y me lanzaba cual Jorge Campos a cualquier disparo. Hasta que un día al imbécil profesor de educación física se le ocurrió decir: “eres muy pequeño para la portería, por qué no pruebas en otra posición”. Y jamás en la vida he estado más agradecido con ningún otro imbécil.
Ese fue mi segundo pecado en la vida, porque en la media era aún mejor. Todo iba perfecto, era el mejor de mi barrio, me dieron el gafete de capitán en la selección de la escuela, y hasta los Pumas llegaron a la final ese año contra el América; era todo color de rosa… hasta que mi padre se enteró de mis virtudes. De allí en adelante el futbol ya no era para mí diversión, sino una carga que tenía que soportar día con día. Me llevo a Pumitas, entrenaba martes y jueves, y jugaba los sábados, pero los domingos irremediablemente eran sesiones obligatorias de entrenamiento con él. Me levantaba a las 6 a.m. y entrenábamos: tiros, remates, control de balón y demás pendejadas que se le ocurrían. Esto duro aproximadamente hasta que cumplí 14 años, a partir de allí, me puse los huevitos y me atreví a decirle que si no me dejaba de chingar, me salía del club.
Pero esperen, llegamos a mi tercer y más grande pecado en la vida. Cumplí diecisiete, y esto significaba que estaba en edad de entrar a las reservas oficiales del primer equipo. Si el futbol conservaba algún chispazo de diversión todavía, en ese momento se esfumo, porque supe la diferencia entre jugar muy bien y ser un “crack”. Hay que haber sufrido mucho en la vida para atreverse a tirar al ángulo o inventar un drible infernal. El artista compone sinfonías, escribe novelas, o pinta cuadros porque le paso algo horrendo en la vida, y por supuesto ese no era mi caso. A los menos dotados nos pidieron 50 mil morlacos para “ver” si nos quedábamos. “Te los consigo para la próxima semana”, fue la respuesta de mi padre. Pero recuerdo que alcance a balbucear un tímido “no, ya no quiero seguir”; y hasta la fecha, no termina de perdonármelo.
Después comencé analizar el futbol enserio, a leer cualquier cosa que tuviera que ver con el tema, y sentir pena por el futbol que despliegan los Pumas. Juego los fines de semana en el Ajusco con el Gerona FC y una que otra cascarita en futbol 7. Veo casi todos los partidos que se me presentan, desde la MLS hasta futbol peruano, pasando por el argentino, español, italiano, mexicano, francés, holandés, alemán, etc. Santifico mundiales, Copa América, Libertadores, Champion, Copa Oro, Confederaciones, Mundial de Clubes, y cualquier partido amistoso que se le presente a México.
¿Qué más puedo decir de mí? Solo que sigo jugando muy bien, pero nada más, y que cada noche lanzo penales contra mí mismo. Mi meta en la vida es ganar la Champion League, una Copa del Mundo y viajar alrededor del globo entrenando a quien se deje.